jueves, 3 de noviembre de 2016

My Own Private Navolato

900 metros me separan en esta vida de las vías del ferrocarril, pero en las mañanas se sienten como centímetros. Muchas veces nos arrojan flyers a la puerta con precauciones a tomar y uno que otro fact sobre el transporte ferroviario, pues si quieres salir de este pueblo tus únicas opciones son seguir los plantíos hasta llegar a las montañas o atravesar las vías del tren. Hace dos años una mujer murió haciendo lo último.

Si tu opción es caminar por los campos de maíz hasta llegar a la sierra y consecuentemente al Este, probablemente te topes con el ganado bovino, porcino, y en una de esas también a los caballos de mi tío que detesto con furia. A 1100 metros de la ventana de mi habitación están las granjas, que usualmente logro ignorar a lo largo del día, pero que Dios me ampare, en la noche cuando los animales pastan o andan por ahí a libre voluntad, los olores de la ruralidad logran alcanzarnos a todos. 



Muchas veces en mofa se dice que la rutina es la espina dorsal de la vida provinciana, pero como muestra quede aquél 4 de Febrero de 2011 cuando la temperatura bajó a -4º, la más baja en más de medio siglo en esta región cuyos veranos promedian en 46º. La industria agraria se paralizaría al ver la muerte de los cultivos y cual japoneses, un puñado de agricultores se fueron suicidando uno a uno por las pérdidas millonarias. Yo esa noche no la olvido nunca porque tuve que irme a dormir con 6 calcetines en cada pie.

Infinidad de veces he tratado de romantizar este aislamiento, y a veces con suerte lo logro; la vida es más fácil cuando uno le halla lo lindo al ferrocarril oxidado, a los graneros brillantes y los aceros opacos de la agroindustria, a las montañas desde la ventana. Pero irremediablemente al final del día vuelve el aire seco, vuelven las casas calladas y la maravilla geográfica que es vivir a hora y media de todos lados.

A veces las historias familiares son más cíclicas de lo que deberían. Mi mamá veía el Este con los mismos ojos, y en una ocasión, cuando tenía aproximadamente mi edad a principio de los 80s, una tía lejana enfermó, necesitaba asistencia y mi abuelo la ofreció como tributo. Lo próximo que supo fue verse en una avioneta con destino a Durango, en el corazón de la Sierra Madre. Del pueblo ese recuerda casas grandes con patios que se miden por hectáreas, y gente muy rubia de piel roja, producto de la mezcla ya homogénea de originarios con algún pueblo alemán que llegó a las montañas hace mucho.

El trabajo era simple, asistir a la tía en sus necesidades, y el resto del tiempo libre era pasado en el río, en la montaña, y a veces espiando los sembradíos, donde menos de una semana le tomó descubrir que se sembraba amapola. Veía cómo los soldados recogían su parte y al final de recolecta, subían los sinaloenses dueños del producto con pistola en mano, y dejaban en cambio maletas con dólares. A mí nunca me va a dejar de dar risa que a pesar de estar atrapada en la sierra recién pasada la Operación Cóndor, a mi mamá lo que le daba miedo era el anochecer a las 4pm, todo porque a algún Hans o Klaus o Günther se le ocurrió construir la casa en el centro de un bowl de montañas.

El bummer, personalmente, viene cuando además de vivir en el lugar incorrecto, también se sepa con datos duros que la línea del tiempo fue más interesante mucho antes de uno mismo. Los días de gloria de mi pueblo pasaron hace 150 años, cuando a 40km de mi casa, por el puerto, llegó la flota francesa recién derrotada en Puebla por Zaragoza. Entraron por acá para el contraataque porque de seguro pensaron “¿qué mejor rival que un grupo de rancheros joviales?” joke’s on them. La gente combatió fusiles con piedras y palos, los nopales servían como defensa contra las tropas montadas y más de un francés fue arrojado a arbustos espinados. Eventualmente huyeron y otros cuantos se quedaron acá y procrearon. Como consecuencia quedaron muchos “Betancourt“ y “Lacouture”, mis vecinos los Bodart y un obelisco en honor a la gloriosa batalla, ya empolvado en algún monte en San Pedro.

Ahora, este pueblo pasa desapercibido por la gente de la ciudad que va hacia la playa, o es el escenario anónimo de las escapadas sexuales limítrofes. Las salidas que tiene Culiacán en sus cuatro puntos cardinales están tapizadas de moteles en medio de la nada, pero mi zona, la salida Oeste, la que da con los graneros, luego la caña, seguida de girasoles , tomate y maíz, y termina en el Océano Pacífico, tiene a las noctámbulas más brillantes. Equivocadamente llamadas travestis, las trabajadoras sexuales trans son las protagonistas de la madrugada en la Carretera SIN 280.

Una vez, para que no se nos olvidara nunca la diferencia entre comportamiento asocial y antisocial, el profesor de psicología del crimen no hizo entrevistar prostitutas. Así, de las chicas aprendí que el cliente más asiduo es el narcotraficante de bajo rango, no mayor de 27, y que después de ellos, el siguiente sector demográfico eran los padres de familia de clase media que sentían vivir una doble vida. Bien decía Arendt que son siempre los más callados.

Después de un tiempo, la urgencia de irme se hizo tan grande que las mudanzas breves que ofrece la generosa vida del académico amateur ya no bastaron. La primera vez que me fui, llegué a la solemmmne Ciudad de México, donde mi voz resultaba bélica y mi acento 50% costa 50% sierra 100% rancho era la novedad en todo gathering. Volví con gusto el año pasado y visité la casa del buen Raúl, donde vimos Midnight Cowboy y se nos unió su gato. Fue mágico porque la vi en el momento justo. Yo era Joe Buck, el texano mal puesto en Nueva York. Era Joe Buck dando las buenas tardes a los mayores que se me cruzaran en el camino, era Joe Buck muriéndome de frío en Junio, era Joe Buck extrañando el desayuno campirano.


Cuando volví a casa, me pasó lo contrario que a Fermina Daza, cuando después de ser enviada a vivir con sus parientes para olvidar a Florentino Ariza, vuelve a la costa y se da cuenta que el agua apesta y su amado es horrendo. Yo en cambio re-descubrí mi pueblito y  le pedí diario por una semana a mi abuela que me hablara, por ejemplo, de la comunidad gitana que se asentaba cada cuando a unos metros de su casa, en la planicie donde no vivía nadie. Yo tengo un muy tenue recuerdo de ellos pero cuando era niña mi mamá me decía que venían de Hungría, que hablaban muy poco español y que una vez una anciana le leyó la mano. Le dijo que el bebé que esperaba era niña y una sola, no dos como todos pensaban. Tenía razón porque la bebé fui yo y a pesar que el doctor todo el tiempo dijo que se escuchaban dos corazones, con el tiempo los latidos se volvieron uno solo. La caravana un día desapareció como hacía siempre, con la diferencia de que no volvieron más, y ahora en ese llano hay una tienda de autoservicio.

En quinto grado, el profesor de geografía, portador profesional de celular en el cinturón y persona que se encuentra en el Top 10 de mis humanos favoritos de la infancia, vio que teníamos problema diferenciando a los pueblos nómadas de los sedentarios. Nos explicó que las civilizaciones florecieron cuando descubrimos la agricultura y la ganadería, razón por la cual nos volvimos sedentarios; pero que la humanidad no sería lo que es de no haber sido por nuestro instinto nómada.

Nuestra ciudad es una de nómadas y sedentarios; una mezcla de originarios que bendecidos con 11 ríos nos convirtieron en la capital agrícola de América Latina, y de luteranos germánicos que subieron a la sierra a hacer lácteos, de franceses que venían a la guerra y se quedaron a musicalizar la costa, de griegos que vinieron a plantar uvas, de chinos que bajaron de las minas y se quedaron al comercio, o del vasco-italiano loco que se aventuró hasta acá en una canoa, y en una táctica digna de Genghis Khan procreó a miles de descendientes, entre ellos un general de la revolución, un medallista olímpico, un diplomático, y esta humilde empleada del Aeropuerto Internacional de Culiacán que se acaba de quedar sin clientes porque el vuelo a Phoenix se cambió de sala de abordaje.






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